El cielo por asalto
Hoy se cumple un nuevo aniversario de la Gran Revolución Rusa, acontecimiento que cambiaría la historia de la humanidad y donde el partido Bolchevique, conducido por Vladimir Lenin, conquistaría el poder derrocando el poder de los zares y la burguesía opresora.
Por primera vez lxs obrerxs al frente del pueblo dirigieron el nuevo Estado hacia el socialismo. Este acontecimiento impregnó a millones de obrerxs y pueblos oprimidos del mundo como un faro en la lucha contra el capitalismo, ya en su fase imperialista. Las enseñanzas de esta epopeya popular y los aportes de Lenin serían vitales para abrir los ojos a generaciones que lucharían contra la opresión de un sistema brutal.
Lxs comunistas rusxs, con dirigentes como Lenin a la cabeza, mostraron la tenaz tarea, en condiciones de gran adversidad, de construcción de ese Partido en los territorios, en los lugares claves para el triunfo revolucionario. Un partido Marxista-Leninista que supo estar a la altura porque estuvo vinculado a su pueblo y en particular a lxs trabajadores, y esto le dotó de la sabiduría para planificar cada acción de manera creadora, aprovechar las divisiones y contradicciones en el frente enemigo, así como saber asestar acciones cuando el movimiento de masas está en alza, como saber replegar cuando acecha la ofensiva reaccionaria.
El proceso revolucionario y los aportes teóricos de lxs comunistas rusxs han mostrado en la práctica a lxs revolucionarixs del mundo, que en la encarnizada lucha de clases, en los puntos de inflexión, no puede haber triunfos revolucionarios sin teoría y organización revolucionaria generadora de infinitos instrumentos para el protagonismo del pueblo bajo la dirección de lxs obrerxs.
Estas enseñanzas están vigentes, porque hoy vemos como se pone en discusión cuestiones estructurales del país, y vemos a la reacción terrateniente amenazar con «hacer arder el país si tocan sus intereses», y junto a empresarios -dueños de los monopolios que controlan los resortes de la economía- chantajean para mayores concesiones, señalando que «todo lo que los afecte es un atentado sobre la propiedad privada y las libertades individuales» mostrando la esencia de un país dependiente, dominado en su estructura económica y la súper estructura política por los monopolios y terratenientes.
En definitiva todo está trabado por esa deformación y control de clases. Los pueblos van adquiriendo experiencia en esa confrontación de clases, que deberán ser sintetizadas por el Partido revolucionario generador de instrumentos de frente único en todos los terrenos para empoderar a la clase obrera y el pueblo para que sean protagonistas de su propio destino. Nada puede estar por encima de esto.
Esta dura realidad muestra que es más necesaria que nunca la revolución que libere al pueblo y al país de la dominación imperialista y su alianza con los terratenientes y otros sectores reaccionarios. Lo vemos en los hechos cotidianos alrededor de la lucha por la tierra para vivir y producir, donde un puñado ostenta millones de hectáreas mientras millones no tienen nada, donde han sido desposeídos y negados del uso y tenencia de la tierra. Esta contradicción se ha agudizado al extremo en el país y no es con represión como se resuelve, sino avanzando en las tareas democráticas. La lucha de las mujeres y diversidades son un ejemplo de esa lucha que caracteriza la etapa en cuanto a la conquista de derechos democráticos que hacen crujir el andamiaje heteropatriarcal que sostiene el Estado.
Lxs revolucionarixs tenemos sobre nuestras espaldas la gran responsabilidad de poder ser portadores de esos instrumentos, para que el pueblo los tome como propios y juegue de local en la lucha por su liberación en camino hacia el socialismo.
«Prepararse, prepararse y prepararse» sostenía Lenin. Este principio debe acompañar cada lucha allí donde existe un derecho avasallado. Debe acompañar a aquellxs que quieran ser protagonistas de este gigantesco y apasionado desafío, ensanchando sus espaldas, haciendo latir a toda marcha sus corazones, porque así lo hicieron lxs bolcheviques, la clase obrera y el pueblo ruso cuando conquistaron el cielo por asalto.
Así lo describe el comunista y periodista estadounidense John Reed en su obra «Diez días que estremecieron el mundo», publicado en 1919, donde relata de manera extraordinaria y apasionada la Revolución bolchevique. Un relato vivo, de primera mano con los detalles y el día a día de aquellos acontecimientos que conmovieron a los pueblos del mundo.
El sentido de esta publicación es la de volcar a la lectura del libro todo, pero por sobre todo la de entusiasmar a seguir el ejemplo de este y otros revolucionarios que unieron su destino al de la clase obrera y oprimidxs del mundo.
En este nuevo aniversario de la Revolución bolchevique, extractamos la introducción del libro que cuenta con los prefacios de Lenin y Nadezhda Krúpskaya.
Prefacio
por Lenin
A la edición norteamericana
«Después de haber leído, con inmenso interés e inalterable atención hasta el fin, el libro de John Reed, DIEZ DÍAS QUE ESTREMECIERON AL MUNDO, desde el fondo de mi corazón lo recomiendo a los obreros de todos los países. Quisiera que este libro fuese distribuido por millones de ejemplares y traducido a todas las lenguas, ya que ofrece un cuadro exacto y extraordinariamente útil de acontecimientos que tan grande importancia tienen para comprender lo que es la revolución proletaria, lo que es la dictadura del proletariado. Estas cuestiones son hoy objeto de discusión general; pero, antes de aceptar o rechazar las ideas que encarnan, es indispensable comprender toda la significación del partido que con relación a ellas se tome. El libro de John Reed, sin duda alguna, ayudará a esclarecer este fundamental problema del movimiento obrero universal».
V. I. LENIN, finales de 1919
Prefacio por
Nadezhda Krúpskaya
A la primera edición rusa
«DIEZ DÍAS QUE ESTREMECIERON AL MUNDO es el título que John Reed ha dado a su asombrosa obra. Este libro describe, con una intensidad y un vigor extraordinarios, los primeros días de la Revolución de Octubre. No se trata de una simple enumeración de hechos, ni de una colección de documentos, sino de una serie de escenas vividas y a tal punto típicas, que no pueden por menos de evocar, en el espíritu de los que fueron testigos de la revolución, episodios análogos a los que ellos presenciaron. Todos estos cuadros, tomados directamente de la realidad, traducen de manera insuperable el sentimiento de las masas y permiten así captar el verdadero sentido de los diferentes actos de la gran revolución.
Se antoja extraño, a primera vista, que este libro lo haya escrito un extranjero, un americano que ignora la lengua del país y sus costumbres. Al parecer, tendría que haber caído, a cada paso, en los errores más ridículos y omitido factores esenciales. No suelen escribir así los extranjeros sobre la Rusia soviética. O no entienden los acontecimientos, o generalizan los hechos aislados, que no siempre son típicos. Verdad es que casi ninguno fue testigo personal de la revolución. John Reed no fue un observador indiferente. Revolucionario apasionado, comunista, comprendía el sentido de los acontecimientos, el sentido de la gigantesca lucha. De ahí esa agudeza de visión, sin la cual no habría podido escribir un libro semejante. Tampoco los rusos hablan de otro modo de la Revolución de Octubre: o bien formulan un juicio general, o bien se limitan a describir los episodios de que fueron testigos.
El libro de John Reed ofrece un cuadro de conjunto de la insurrección de las masas populares tal como realmente se produjo, y por ello tendrá una importancia muy particular para la juventud, para las generaciones futuras, para aquellos a cuyos ojos la Revolución de Octubre será ya historia. En su género, el libro de John Reed es una epopeya. John Reed está inseparablemente unido a la revolución rusa. Amaba la Rusia soviética y se sentía cerca de ella. Abatido por el tifus reposa al pie de la muralla roja del Kremlin. Quien ha descrito los funerales de las víctimas de la revolución como lo hizo John Reed, merece tal honor».
Nadezhda Krúpskaya
Prefacio
de John Reed
«Este libro es un trozo de historia, de historia tal como yo la he visto. Sólo pretende ser un relato detallado de la Revolución de Octubre, es decir, de aquellas jornadas en que los bolcheviques, a la cabeza de los obreros y soldados de Rusia, se apoderaron del poder del Estado y lo pusieron en manos de los Soviets.
Se refiere, sobre todo, a Petrogrado, que fue el centro, el corazón mismo de la insurrección. Pero el lector debe tener en cuenta que todo lo que acaeció en Petrogrado se repitió, casi exactamente, con una intensidad más o menos grande y a intervalos más o menos largos, en toda Rusia.
En este volumen, que es el primero de una serie en la que trabajo actualmente, estoy obligado a limitarme a una crónica de los acontecimientos de que fui testigo y a los cuales me mezclé personalmente o conocí de fuente segura. El relato propiamente dicho va precedido de dos capítulos, donde expongo brevemente los orígenes y las causas de la Revolución de Octubre. Sé perfectamente que la lectura de estos dos capítulos es difícil, pero ambos son esenciales para comprender lo que sigue.
Buen número de preguntas se ofrecerá al espíritu del lector: ¿Qué es el bolchevismo? ¿En qué consiste la forma de gobierno implantada por los bolcheviques? ¿Por qué, estando los bolcheviques a favor de la Asamblea Constituyente, la disolvieron enseguida por la fuerza? ¿Y por qué la burguesía, hostil a dicha Asamblea hasta la aparición del peligro bolchevique, se entregó después a su defensa?
Estas preguntas no pueden tener aquí respuesta. En otro volumen, De Kornilov a BrestLitovsk, donde prosigo el relato de los acontecimientos hasta la paz con Alemania inclusive, describo el origen y el papel de las diversas organizaciones revolucionarias, la evolución del sentimiento popular, la disolución de la Asamblea Constituyente, la estructura del Estado soviético, el desarrollo y el fin de las negociaciones de Brest-Litovsk.
Al abordar el estudio de la sublevación bolchevique, es importante tener en cuenta que no fue el 25 de octubre (7 de noviembre) de 1917, sino muchos meses antes, cuando se produjo la desorganización de la vida económica y del ejército rusos, término lógico de un proceso que se remontaba al año de 1915. Los reaccionarios sin escrúpulos que dominaban la corte del zar habían decidido, deliberadamente, el hundimiento de Rusia, a fin de poder concentrar una paz separada con Alemania. La falta de armas en el frente, que tuvo como consecuencia la gran retirada del verano de 1915; la escasez de víveres en los ejércitos y en las grandes ciudades, el cese de la producción y de los transportes en 1916, todo ello formaba parte de un gigantesco plan de sabotaje, que la revolución de febrero vino a contener a tiempo.
Durante los primeros meses del nuevo régimen, en efecto, a pesar de la confusión consiguiente a un gran movimiento revolucionario como el que acababa de liberar a un pueblo de 160 millones de hombres, el más oprimido del mundo entero, la situación interior, así como la potencia combativa de los ejércitos, mejoraron sensiblemente.
Pero esta «luna de miel» duró poco. Las clases poseedoras querían una revolución solamente política que, arrancando el poder al zar, se lo entregara a ellas. Querían hacer de Rusia una república constitucional a la manera de Francia o de los Estados Unidos, o incluso una monarquía constitucional como la de Inglaterra. Ahora bien, las masas populares querían una verdadera democracia obrera y campesina.
William English Walling, en su libro El mensaje de Rusia, consagrado a la revolución de 1905, describe perfectamente el estado de espíritu de los trabajadores rusos, que más tarde, casi unánimemente, habrían de apoyar al bolchevismo:
«Los trabajadores comprendían bien que, incluso bajo un gobierno liberal, se exponían a seguir muriéndose de hambre si el poder continuaba en manos de otras clases sociales.
El obrero ruso es revolucionario, pero no es violento ni dogmático ni falto de inteligencia. Se muestra presto al combate de barricadas, pero ha estudiado las reglas y, caso único entre los obreros del mundo entero, es en la práctica donde las ha aprendido. Está resuelto a llevar hasta el fin la lucha contra su opresor, la clase capitalista. No ignora que existen aún otras clases, pero exige que las mismas tomen claramente partido en el encarnizado conflicto que se aproxima.
Los trabajadores rusos reconocían nuestras instituciones pero no se preocupaban mucho por cambiar un despotismo por otro (el de la clase capitalista)…
Si los obreros de Rusia se han hecho matar y han sido ejecutados por centenares en Moscú, en Riga, en Odesa; si millares de ellos han sido encerrados en los calabozos rusos y desterrados a los desiertos y las regiones árticas, no es para comprar los dudosos privilegios de los obreros de los Goldfields y de Cripple-Creek…»
Fue así cómo se desarrolló en Rusia, en el curso mismo de una guerra exterior e inmediatamente después de la revolución política, la revolución social, que terminó con el triunfo del bolchevismo.
Mr. A. J. Sack, director de la Oficina de Información rusa en los Estados Unidos y adversario del Gobierno soviético, se ha expresado, en su libro El nacimiento de la democracia rusa, de la manera siguiente:
«Los Bolcheviques constituyeron un gabinete con Lenin como presidente del Consejo y Trotzki como ministro de Asuntos Extranjeros. Poco después de la revolución de febrero, su llegada al poder aparecía como inevitable. La historia de los bolcheviques, después de la revolución, es la historia de su ascensión constante».
Los extranjeros, los americanos particularmente, insisten, con frecuencia, sobre la ignorancia de los trabajadores rusos. Es cierto que éstos no poseían la experiencia política de los pueblos occidentales, pero estaban notablemente preparados en lo que concierne a la organización de las masas. En 1917, las cooperativas de consumo contaban con más de 12 millones de afiliados. El mismo sistema de los Soviets es un admirable ejemplo de su genio organizador. Además, no hay probablemente en la tierra un pueblo que esté tan familiarizado con la teoría del socialismo y sus aplicaciones prácticas.
William English Walling escribe sobre el particular:
«Los trabajadores rusos, en su mayoría, saben leer y escribir. La revuelta situación en que se hallaba el país, de años atrás, le dio la ventaja de tener por guías, no sólo a los más inteligentes de entre ellos, sino a una gran parte de la clase culta, igualmente revolucionaría, que les aportó su ideal de regeneración política y social de Rusia…»
Muchos autores han justificado su hostilidad al Gobierno soviético pretextando que la última fase de la revolución no fue otra cosa que una lucha defensiva de los elementos civilizados de la sociedad contra la brutalidad de los ataques de los bolcheviques.
Ahora bien, fueron precisamente esos elementos, las clases poseedoras, quienes, viendo crecer el poderío de las organizaciones revolucionarías de la masa, decidieron destruirlas, costase lo que costase, y poner una barrera a la revolución. Dispuestos a alcanzar sus objetivos, recurrieron a maniobras desesperadas. Para derribar el ministerio Kerenski y aniquilar a los Soviets, desorganizaron los transportes y provocaron perturbaciones interiores; para reducir a los Comités de fábrica, cerraron las fábricas e hicieron desaparecer el combustible y las materias primas; para acabar con los Comités del ejército restablecieron la pena de muerte y trataron de provocar la derrota militar.
Esto era, evidentemente, arrojar aceite, y del mejor, al fuego bolchevique. Los bolcheviques respondieron predicando la guerra de clases y proclamando la supremacía de los Soviets.
Entre estos dos extremos, más o menos ardorosamente apoyados por grupos diversos, se encontraban los llamados socialistas «moderados», que incluían a los mencheviques, a los socialrevolucionarios y algunas fracciones de menor importancia. Todos estos partidos estaban igualmente expuestos a los ataques de las clases poseedoras, pero su fuerza de resistencia se hallaba quebrantada por sus mismas teorías.
Los mencheviques y los socialrevolucionarios consideraban que Rusia no estaba madura para la revolución social y que sólo era posible una revolución política. Según ellos, las masas rusas carecían de la educación, necesaria para tomar el poder; toda tentativa en este sentido no haría sino provocar una reacción, a favor de la cual un aventurero sin escrúpulos podría restaurar el antiguo régimen. Por consiguiente, cuando los socialistas «moderados» se vieran obligados por las circunstancias a tomar el poder, no osarían hacerlo.
Creían que Rusia debía recorrer las mismas etapas políticas y económicas que la Europa occidental, para llegar, al fin, y al mismo tiempo que el resto del mundo, al paraíso socialista. Asimismo, estaban de acuerdo con las clases poseedoras en hacer primero de Rusia un Estado parlamentario, aunque iin poco más perfeccionado que las democracias occidentales, y, en consecuencia, insistían en la participación de las clases poseedoras en el gobierno. De ahí a practicar una política de colaboración no había más que un paso. Los socialistas «moderados» necesitaban de la burguesía; pero la burguesía no necesitaba de los socialistas «moderados». Los ministros socialistas se vieron obligados a ir cediendo, poco a poco, la totalidad de su programa, a medida que las clases poseedoras se mostraban lo más apremiantes.
Y finalmente, cuando los bolcheviques echaron abajo todo esc hueco edificio de compromisos, mencheviques y socialrevolucionarios se encontraron en la lucha al lado de las clases poseedoras. En todos los países del mundo, sobre poco más o menos, vemos producirse hoy el mismo fenómeno.
Lejos de ser una fuerza destructiva, me parece que los bolcheviques eran en Rusia el único partido con un programa constructivo y capaz de imponer ese programa al país. Si no hubiesen triunfado en el momento que lo hicieron, no hay apenas duda para mi de los que los ejércitos de la Alemania imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú en diciembre, y de que uri zar cabalgaría hoy de nuevo sobre Rusia.
Aún está de moda, después de un año de existencia del régimen soviético, hablar de la revolución bolchevique como de una «aventura». Pues bien, si es necesario hablar de aventura, ésta fue una de las más maravillosas en que se ha empeñado la humanidad, la que abrió a las masas laboriosas el terreno de la historia e hizo depender todo, en adelante, de sus vastas y naturales aspiraciones. Pero añadamos que, antes de noviembre, estaba preparado el aparato omediante el cual podrían ser distribuidas a los campesinos las tierras de los grandes terratenientes; que estaban constituidos también los Comités de fábrica y los sindicatos, que habrían de realizar el control obrero de la industria, y que cada ciudad y cada aldea, cada distrito, cada provincia, tenían sus Soviets de Diputados obreros, soldados y campesinos, dispuestos a asegurar la administración local.
Independientemente de lo que se piense sobre el bolchevismo, es innegable que la revolución rusa es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la humanidad, y la llegada de los bolcheviques al poder, un hecho de importancia mundial. Así como los historiadores se interesan por reconstruir, en sus menores detalles, la historia de la Comuna de París, del mismo modo desearán conocer lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el estado de espíritu del pueblo, la fisonomía de sus jefes, sus palabras, sus actos. Pensando en ellos, he escrito yo este libro.
Durante la lucha, mis simpatías no eran neutrales. Pero, al trazar la historia de estas grandes jornadas, he procurado estudiar los acontecimientos como un cronista concienzudo, que se esfuerza por reflejar la verdad.
J. R. Nueva York, 1 de enero de 1919.