Cantor de trincheras

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Miguel Hernández durante la Guerra Civil Española

De origen campesino, Miguel Hernández aprendió a renacer como escritor comprometido con su tiempo y sostuvo, con convicción, en una de sus manos la pluma y en la otra el fusil. Pariéndose así, durante la Guerra Civil Española, como hijo del pueblo, como cantor de la trinchera, que, salido de la entraña popular, terminó su vida marcado por el ensañamiento del franquismo y por la cárcel. Pero que, sin embargo y a pesar de eso, sus poemas se convirtieron en un lucero que nos sigue guiando a perseguir los vientos del pueblo y a encontrar la belleza en las barricadas.

La poesía nos pertenece, y ese es el legado que Miguel Hernández nos dejó.

Compartimos acá las palabras de Nicolás Guillén (1937) que lo retratan de manera precisa y contundente:
“Este cantor de las trincheras, este hombre salido de la más profunda entraña popular, produce, en efecto, una impresión enérgica y simple. Si le vierais pasar a vuestro lado sin conocerle, jamás os asaltaría la sospecha de que es un escritor, un poeta de primerísimas calidades, sino que le creeríais un oscuro peón, un pobre pastor de visita en la ciudad. ¿Un pastor? Pues sí. Un pastor. Pastor de cabras fue Miguel Hernández hasta hace tres años. Pastor, cuando ya había escrito los versos que iban a dar a conocer su nombre en los círculos literarios de España. Y de pastor viste todavía, como le vi yo en las sesiones del Congreso de Escritores Antifascistas y como lo he seguido viendo desde entonces en todos los actos políticos o literarios en que nos hemos hallado juntos”.

Vientos del pueblo

Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.

No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?

Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.

Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.

        Miguel Hernández, 1937