La iniciativa presentada por Alberto Fernández busca descentralizar a la Justicia Federal, unificar fueros y cámaras, crear fiscalías y defensorías, transferir competencias a CABA y restablecer pautas para garantizar la independencia de los jueces.
En un acto en la Casa Rosada, el presidente Alberto Fernández, presento el proyecto de reforma judicial con el que intenta “organizar mejor” la justicia y “superar la crisis que afecta la credibilidad”. Criticó la actuación de la justicia durante el anterior gobierno de Mauricio Macri (2015-19), periodo en el que se abrieron varias causas por presunta corrupción contra Cristina Kirchner y varios de sus exfuncionarios. Esos cuatro años “estuvieron signados por medidas que afectaron las reglas de imparcialidad que deben gobernar la acción judicial en un Estado de Derecho”, aseguró.
Creación de la Justicia Federal Penal porteña con 23 nuevos juzgados para descentralizar las decisiones que hoy toman un puñado de jueces en Comodoro Py. Unificación de los fueros penales económicos, unificación de cámaras y creación de fiscalías y defensorías para los nuevos tribunales. Transferencia a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de las competencias para investigar delitos no federales cometidos en su territorio, pendiente desde la reforma constitucional de 1994. Unificación de los fueros civil y comercial con el contencioso administrativo. Fortalecimiento de la Justicia Federal de las provincias sobre la base de un proyecto impulsado por el gobierno de Cambiemos, con 94 nuevos juzgados y 85 fiscalías. Reglas de actuación para garantizar la independencia de los jueces y evitar presiones de grupos de poder. Y creación de un Consejo Consultivo integrado por reconocidos juristas que deberán elevar propuestas para fortalecer el Poder Judicial y el ministerio público. Esos son los puntos centrales de la propuesta de reforma judicial que anunció el presidente Alberto Fernández y que el Gobierno volcó en un proyecto de ley.
La crisis del Poder Judicial y la necesidad de su reforma
El poder judicial, desde hace ya muchos años padece tres órdenes de problemas de orden institucional, funcional y cultural que han provocado una grave crisis de legitimidad.
Entre los problemas de orden institucional es particularmente grave la falta de independencia externa, respecto del poder político, económico y mediático; como interna, respecto de tribunales superiores o magistrados influyentes: la opacidad de su administración y la ausencia de mecanismos de rendición de cuenta. Por otro lado la excesiva concentración de poder es inadmisible en una república. En la Corte solo cinco personas tienen la última palabra sobre la constitucionalidad de leyes, decretos y actos administrativos emanados de autoridades elegidas por el voto popular. Si consideramos que los fallos suelen ser divididos, la mayoría se logra con apenas tres votos, y en consecuencia la jurisprudencia tiende a ser más inestable. Asimismo una Corte reducida ofrece menos posibilidad de pluralidad de género. Es tiempo además de que la cabeza del Poder Judicial tenga una integración con paridad de género.
La concentración de poder en la justicia penal federal porteña -un fuero que fue reconfigurado en la década de los noventas para ser garante de la impunidad de los hechos de corrupción, al tiempo en que se profundizaba su connivencia con los servicios de inteligencia- se ha revelado como un grave problema institucional en los últimos cuatro años , en los que se han armado causas penales con testigos guionados, pericias fraguadas e imputados extorsionados o remunerados por el poder político, y se ha hecho un uso abusivo de la prisión preventiva.
El Consejo de Magistratura es una institución fallida que no ha cumplido adecuadamente las funciones de selección, sanción y remoción de magistrados, que continua disputando la administración del Poder Judicial con la Corte.
Los problemas de orden funcional se manifiestan en los obstáculos materiales y simbólicos para el acceso a la justicia, como la ausencia de un patrocinio gratuito en todos los fueros para quienes lo necesiten, los elevados costos de litigar, el problema de la centralización geográfica, las deficiencias de infraestructura y digitalización, la incapacidad para resolver problemas comunes de los ciudadanos en forma eficiente, en plazos y con costos razonables; la lejanía del Poder Judicial respecto de la ciudadanía en general y, en particular, de las necesidades e intereses de los sectores populares y vulnerados.
Más difíciles de contrarrestar, en cambio, son los problemas de orden cultural: el corporativismo, la endogamia, el nepotismo, el elitismo, la escasa fundamentación de buena parte de sus sentencias, el uso de un lenguaje críptico, la resistencia al cambio, el machismo y la misoginia; la reticencia al examen, al control del desempeño, a la rendición de cuentas y a la implementación del ingreso democrático; el verticalismo, el apego a los privilegios y, en general, la falta de un proceso de incorporación de valores y prácticas como los que fueron adoptando los otros órganos de gobierno a partir de la transición democrática.
Avanzar hacia una justicia de género
Para pensar una transformación del servicio de justicia, no podemos dejar de considerar que el Poder Judicial, como tal, ha sido el “garante” del sostenimiento de un status quo, conservador y resistente a los cambios, a diferencia de los otros dos poderes del Estado.
Eso lo ha convertido en el poder más regresivo y menos controlado de los tres que hacen al orden republicano. Es un sistema que tiene mucho de poder y poco de servicio, basado en la cultura patriarcal y hegemónica del discurso y en un accionar heteronormativo y de clase.