Fueron 14 años de guerra desde 1810 a 1824 para que finalmente el colonialismo español fuera derrotado. Esta revolución anticolonial se dio en el contexto de las revoluciones burguesas de aquella época, aunque no logró profundizar en los cambios sociales que pretendían sus sectores más avanzados como Moreno y Artigas (porque terminaron hegemonizando un núcleo de terratenientes y comerciantes).
Luego, entrando ya en la nueva fase imperialista del capitalismo, se constituyó el Estado nacional a fines del siglo XIX en un proceso incluso más complejo –que incluyó sangrientas guerras civiles, guerra fratricida contra el Paraguay y genocidio de los pueblos originarios–. La alianza oligárquico-imperialista hizo de la Argentina un país dependiente, oprimido por los imperialismos y atrasado por la persistencia del latifundio, y donde en un proceso pasaron luego a predominar las relaciones capitalistas de producción.
Esta dependencia nacional es la que defiende Macri cuando le quita a nuestra Independencia su real contenido revolucionario. Desde ese lugar, el gobierno y otros sectores insisten con que nuestra solución reside en esperar alguna lluvia de inversiones extranjeras. Para esto el gobierno cerró trato con los buitres yanquis, se anotó como país observador en la Alianza del Pacífico y recientemente viajó a Europa. También mantiene algunos negocios con los imperialismos chino y ruso, alianza que había sido promovida especialmente por el gobierno kirchnerista.
Pero, así como los protagonistas de nuestra Independencia no enfrentaron a España para subordinarse a Inglaterra, Francia u algún otro “mal menor”, no es solución para el pueblo y la nación optar por uno u otro imperialismo (y sus préstamos y/o inversiones). Del mismo modo, no podemos resignarnos a creer que sea posible una “redistribución” de la riqueza dentro de este sistema, cuando lo que hay que cambiar es cómo se produce y cómo se distribuye.
Entonces hoy seguir siendo revolucionarios implica reconocer que estamos en una nueva época de revolución social, como analizó Lenin a comienzos del siglo 20: la época del imperialismo y la revolución proletaria. Del libre comercio se pasó a los monopolios, y las burguesías monopolistas de los países imperialistas pasaron a explotar no solo a la clase obrera de sus propios países, sino a los pueblos de todo el mundo, aliándose y subordinando a las clases dominantes nativas. El mundo quedó desde entonces dividido en dos tipos de países: un puñado de potencias imperialistas y una gran mayoría de países coloniales, semicoloniales y dependientes, entre éstos los de América Latina. Y esta contradicción se entrelaza con otras dos: la que existe entre la burguesía y el proletariado, y las contradicciones interimperialistas.
En esta nueva época la clase obrera es la única clase en condiciones de dirigir las revoluciones. En países oprimidos –como el nuestro– las revoluciones de liberación nacional son ya parte de la revolución proletaria (y no de la revolución burguesa). Las revoluciones en Rusia, China, Cuba y otros países –cada una con sus distintas condiciones particulares– comprobaron en la práctica que se había entrado a esta nueva época de revolución social.
Por eso hoy, la revolución no implica simplemente cumplir las tareas que no se pudieron hacer hace 200 años (o una segunda independencia), sino abrir paso a la liberación nacional y social para marchar ininterrumpidamente al socialismo.